POR IÑAKI
Frankenstein y el sistema eléctrico tienen varias cosas en común. Sus parecidos son muy razonables, tanto que el argumento de la novela de Mary Sheley podría solaparse y servir de guion para la crónica de lo sucedido en el kilovatio español en los últimos años. Sin entrar en detalle, aquí van algunas similitudes entre una y otra criatura que justifican la elección del título Informe Frankenstein. Por qué cuando haces clic el sistema eléctrico hace crac para describir lo sucedido en el sector.
En primer lugar está la artificiosa concepción del monstruo. El relato de Sheley describe el delirio de dar vida a un cuerpo inerte a partir de una descarga eléctrica, en línea con una corriente pseudocientífica conocida como galvanismo y muy de moda a comienzos del siglo XIX. Un científico alimentado por una miscelánea de textos de moda aspira a crear una criatura de cualidades superiores y destinada a servir a su amo. Algo parecido ocurre con la electricidad. El monstruo eléctrico también fue concebido en un momento en el que la economía empezaba a cubrirse de ingenierías y a prometer arcadias felices de crecimiento, inflación baja, recibos de luz baratos y riqueza ilimitada. En uno de aquellos laboratorios se alumbró la idea del nuevo mercado eléctrico y el déficit de tarifa, que engendraría una criatura de apariencia dócil al servicio del consumidor.
El segundo parecido tiene que ver con el cuerpo de la criatura. El científico autodidacta Viktor Frankenstein acudía de noche a los cementerios, desenterraba cadáveres, los mutilaba y cosía las mejores extremidades a su criatura. Su hijo sería un retazo de miembros ensamblados con el único propósito de lograr la máxima envergadura. Sería un informe Frankenstein, entendido informe como desprovisto de formas proporcionadas. En el caso del sector eléctrico, el título Informe Frankenstein juega con este doble sentido y significa tanto deforme como dossier. En el kilovatio español, también hubo gobiernos que fueron añadiendo miembros y musculatura al balbuceante infante eléctrico. El monstruo adquirió un gran tamaño, alimentado por desatinadas previsiones de crecimiento y atribuladas planificaciones que provocaron una despreocupada adición de costes y un boom de infraestructuras, entre ellas las procedentes del explosivo arranque de las renovables.
El tercer parecido razonable tiene que ver con el traje del monstruo. Viktor Frankenstein no previó las dificultades para encontrar vestimenta suficiente con que cubrir su enorme criatura, de modo que se conformó con que le asomasen ridículamente los brazos y las piernas. Algo así ocurrió con el sistema eléctrico, en el que el dinero que pagaban los consumidores resultaba insuficiente parar cubrir aquel cuerpo de costes, con una salvedad: esa diferencia entre los costes reconocidos e ingresos se convertiría en una pesada deuda de los consumidores con las eléctricas, cuyo valor rondaría los 30.000 millones de euros.
Un cuarto parecido está relacionado con las condiciones meteorológicas que acompañan a los relatos de terror gótico. En el sistema eléctrico, el cielo se nubló para los consumidores. Pese a la resistencia inicial de los políticos, la factura no tardaría mucho en subir y lo haría en proporciones desconocidas en Europa, en un momento en que los ciudadanos se empobrecían a velocidades no muy distintas. La crisis, que es una lluvia que moja, se encargó de encoger la ropa. Los usuarios ya no podían pagar tanto, pero el apetito de Frankenstein no cesaba y exigía tres comidas al día. Es en este momento en el que, aparte de las subidas del recibo, se aplican otras medidas de carácter antisocial, entre ellas la que eleva la parte fija del recibo. Buena parte de los costes regulados corresponden a infraestructuras con retribuciones fijas y ajenas al devenir de la oferta y la demanda, y la factura del consumidor no iba a resultar ajena a esta exigencia financiera.
Hay una quinta similitud. El Frankenstein de la novela entra en un estado de locura y desarrolla un comportamiento psicótico. Qué decir en este caso del otro Frankenstein, el eléctrico, y su endiablado cableado regulatorio. Este monstruo tiene un cerebro con dos hemisferios, uno regulado sobre el que se cargó el déficit de tarifa y otro de mercado aparentemente virtuoso cuyas disfunciones han sido tímidamente atacadas y en el que subyacen sobrerretribuciones y una escasa competencia. Allí es donde habita la polémica de los windfall profit recibidos por la nuclear y la hidráulica o las ya eliminadas subastas Cesur para fijar la tarifa de los hogares. Para colmo, estas interferencias entre los dos hemisferios se fueron exacerbando con la participación del mundo de las finanzas, a modo de peligroso neurotransmisor cerebral.
Una última similitud es la que se refiere al momento en el que Frankenstein entra en cólera y mata a una niña. En nuestro caso, la niña pueden ser los recibos de la luz, cuyas subidas en plena crisis condenan a muchos hogares a la pobreza energética. O el frustrante despegue de las renovables en España, a un coste que hipotecó su desarrollo futuro y que ha dejado un reguero de recortes y litigios judiciales. Las víctimas también pueden ser el inexistente impulso a la eficiencia y el ahorro energético o la dificultad para instalar más renovables, ahora sí, a menor coste. Otras víctimas son la palpable utopía de ciudades inteligentes y coches eléctricos, o la exasperación de las empresas industriales que pierden competitividad por el alto precio de la electricidad. Y qué decir del autoconsumo mediante placas solares, una actividad renovable que, al margen de los retos técnicos que comporta, ha quedado maniatada debido a las exigencias financieras del sistema y a la consigna de que todos los consumidores abonen de forma solidaria la derrama mensual de las infraestructuras pendientes de pago.
En primer lugar está la artificiosa concepción del monstruo. El relato de Sheley describe el delirio de dar vida a un cuerpo inerte a partir de una descarga eléctrica, en línea con una corriente pseudocientífica conocida como galvanismo y muy de moda a comienzos del siglo XIX. Un científico alimentado por una miscelánea de textos de moda aspira a crear una criatura de cualidades superiores y destinada a servir a su amo. Algo parecido ocurre con la electricidad. El monstruo eléctrico también fue concebido en un momento en el que la economía empezaba a cubrirse de ingenierías y a prometer arcadias felices de crecimiento, inflación baja, recibos de luz baratos y riqueza ilimitada. En uno de aquellos laboratorios se alumbró la idea del nuevo mercado eléctrico y el déficit de tarifa, que engendraría una criatura de apariencia dócil al servicio del consumidor.
El segundo parecido tiene que ver con el cuerpo de la criatura. El científico autodidacta Viktor Frankenstein acudía de noche a los cementerios, desenterraba cadáveres, los mutilaba y cosía las mejores extremidades a su criatura. Su hijo sería un retazo de miembros ensamblados con el único propósito de lograr la máxima envergadura. Sería un informe Frankenstein, entendido informe como desprovisto de formas proporcionadas. En el caso del sector eléctrico, el título Informe Frankenstein juega con este doble sentido y significa tanto deforme como dossier. En el kilovatio español, también hubo gobiernos que fueron añadiendo miembros y musculatura al balbuceante infante eléctrico. El monstruo adquirió un gran tamaño, alimentado por desatinadas previsiones de crecimiento y atribuladas planificaciones que provocaron una despreocupada adición de costes y un boom de infraestructuras, entre ellas las procedentes del explosivo arranque de las renovables.
El tercer parecido razonable tiene que ver con el traje del monstruo. Viktor Frankenstein no previó las dificultades para encontrar vestimenta suficiente con que cubrir su enorme criatura, de modo que se conformó con que le asomasen ridículamente los brazos y las piernas. Algo así ocurrió con el sistema eléctrico, en el que el dinero que pagaban los consumidores resultaba insuficiente parar cubrir aquel cuerpo de costes, con una salvedad: esa diferencia entre los costes reconocidos e ingresos se convertiría en una pesada deuda de los consumidores con las eléctricas, cuyo valor rondaría los 30.000 millones de euros.
Un cuarto parecido está relacionado con las condiciones meteorológicas que acompañan a los relatos de terror gótico. En el sistema eléctrico, el cielo se nubló para los consumidores. Pese a la resistencia inicial de los políticos, la factura no tardaría mucho en subir y lo haría en proporciones desconocidas en Europa, en un momento en que los ciudadanos se empobrecían a velocidades no muy distintas. La crisis, que es una lluvia que moja, se encargó de encoger la ropa. Los usuarios ya no podían pagar tanto, pero el apetito de Frankenstein no cesaba y exigía tres comidas al día. Es en este momento en el que, aparte de las subidas del recibo, se aplican otras medidas de carácter antisocial, entre ellas la que eleva la parte fija del recibo. Buena parte de los costes regulados corresponden a infraestructuras con retribuciones fijas y ajenas al devenir de la oferta y la demanda, y la factura del consumidor no iba a resultar ajena a esta exigencia financiera.
Hay una quinta similitud. El Frankenstein de la novela entra en un estado de locura y desarrolla un comportamiento psicótico. Qué decir en este caso del otro Frankenstein, el eléctrico, y su endiablado cableado regulatorio. Este monstruo tiene un cerebro con dos hemisferios, uno regulado sobre el que se cargó el déficit de tarifa y otro de mercado aparentemente virtuoso cuyas disfunciones han sido tímidamente atacadas y en el que subyacen sobrerretribuciones y una escasa competencia. Allí es donde habita la polémica de los windfall profit recibidos por la nuclear y la hidráulica o las ya eliminadas subastas Cesur para fijar la tarifa de los hogares. Para colmo, estas interferencias entre los dos hemisferios se fueron exacerbando con la participación del mundo de las finanzas, a modo de peligroso neurotransmisor cerebral.
Una última similitud es la que se refiere al momento en el que Frankenstein entra en cólera y mata a una niña. En nuestro caso, la niña pueden ser los recibos de la luz, cuyas subidas en plena crisis condenan a muchos hogares a la pobreza energética. O el frustrante despegue de las renovables en España, a un coste que hipotecó su desarrollo futuro y que ha dejado un reguero de recortes y litigios judiciales. Las víctimas también pueden ser el inexistente impulso a la eficiencia y el ahorro energético o la dificultad para instalar más renovables, ahora sí, a menor coste. Otras víctimas son la palpable utopía de ciudades inteligentes y coches eléctricos, o la exasperación de las empresas industriales que pierden competitividad por el alto precio de la electricidad. Y qué decir del autoconsumo mediante placas solares, una actividad renovable que, al margen de los retos técnicos que comporta, ha quedado maniatada debido a las exigencias financieras del sistema y a la consigna de que todos los consumidores abonen de forma solidaria la derrama mensual de las infraestructuras pendientes de pago.